La cuarentena nos frenó.
Afectad@s, acostumbrad@s, resistentes, disgustad@s. Respondemos de acuerdo a nuestro particular estilo.
El mío es el de la actividad intensa. Salir a trabajar, pasear, encontrarme con otras personas. Me reúno con pacientes, coordino grupos, tomo cafecitos mientras leo, preparo una nota. Me gustan los bares, porque hay gente y ruidos, que no molestan, al contrario, me concentro mejor.
Estoy afectada por esta detención. Imagino este movimiento mundial como una Matrix: conciente o inconscientemente nos movemos al ritmo de algo parecido las olas del océano o las ondas armónicas en la que se expande la música.
Este movimiento más lento me permitió enfocar una etapa de mi niñez en la que pasaba las tardes con mi madre. Ella tenía en esa época una presencia calmada y pacífica. Estaba.
La merienda era la hora sagrada: mi tarea escolar y su tejido podían esperar. Mirábamos la novela en la tele.
Está claro que disfruté mucho esas tardes de calma. El ritmo lento daba tiempo para profundizar en el detalle. En la percepción fina de olores, climas.
No necesité estímulos para animarme, distraerme, aprender. Era ese ambiente contenedor, de compañía amorosa, lo único que importaba. Era un tiempo nuestro. La tarde con mi madre.
Luego la cena era el momento de apertura de este espacio de intimidad. Mi padre aportaba su ritmo personal, venía del ajetreo en el afuera, a ser restaurado en el ambiente sanador de mi casa. El espíritu inquieto y curioso lo recibí a través de sus genes. Además del amor, inmenso.
Sé que soy una buena madre. Pero me doy cuenta que esas tardes de calma no pude replicarlas en la niñez de mis hijos. No me juzgo, pero está bueno reconocer lo que recibí de valioso.
Porque hoy la calma es un estado al que puedo volver.