Son cuatro. Todas niñas. Tres que juegan, una que cuida.
Las pequeñas chapotean en el mar, gritan, ríen, saltan olas, vuelven a la orilla.
Y la miran.
En ese contacto visual ella las calma, todo está bien, yo estoy aquí. Y el juego continúa.
Pero no participa. Tomó su lugar, el que “le corresponde”, el que le adjudicaron.
Sentada en una silla de plástico a distancia perfecta, cumple con su tarea.
No tan cerca para no invadir, no participar, quedar afuera. Ni tan lejos como para actuar en el momento en que sea necesario. Sólo si se la requiere.
Cuántos años? 16 tal vez.
Habrá sido alguna vez una niña pequeña? Habrá jugado al cuidado de alguien?
La madre en ejercicio de su titularidad de pronto se acerca. Trae agua.
Siento un toque de angustia en la boca del estómago. No quiero presenciar una escena que confirme mi mala sospecha.
Exagero? Sí. Pero temo que suceda: la madre le dará el agua a las pequeñas. O tal vez le de una botella para que se ocupe, haga su trabajo.
Me preparo. Mi plexo solar es un agujero.
Pero no. Siento el alivio de los dioses.
La madre le ofrece agua a ella, la niñera, que bebe tranquila. Y luego al trío alegre.
Respiro, varias veces.
Entonces le imagino un mejor destino. Me ilusiono con que pueda saltar la valla de la determinación de su entorno. Que tal vez elija y no sólo sea elegida por otros.
Difícil. Pero es posible que un día decida que puede.